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La inutilidad de la certeza 27 de abril de 2018 Carlo Rovelli

Físico del Centro de Física Teórica de Marsella, Francia

Hoy goza de amplia difusión un concepto que está causando estragos: me refiero a la noción de que algo pueda estar «científicamente probado». Se trata poco menos que de un oxímoron. El fundamento mismo de la ciencia estriba en dejar la puerta abierta a la duda. Es precisamente el hecho de que sigamos cuestionándolo todo, y muy particularmente nuestras propias premisas, lo que nos mantiene permanentemente dispuestos a introducir mejoras en nuestros conocimientos. Por consiguiente, un buen científico nunca tiene la «certeza» de nada. La falta de certidumbre es justamente lo que hace que nuestras conclusiones resulten más fiables que las de aquellos que se sienten seguros de sus afirmaciones, puesto que el buen científico ha de estar dispuesto a adoptar un punto de vista diferente al que mantuviera hasta el momento en que observe la aparición de nuevas pruebas o de que surjan mejores argumentos. Por consiguiente, la certidumbre no es solo algo inútil, sino también un elemento que, en realidad, resulta dañino —si de verdad valoramos la fiabilidad.

La incapacidad de apreciar el valor de la incertidumbre se halla en el origen de buena parte de nuestra vaciedad social. ¿Tenemos acaso la seguridad de que la Tierra vaya a seguir inmersa en un proceso de calentamiento paulatino si no hacemos nada? ¿Estamos seguros de que son correctos los detalles de la teoría de la evolución actualmente vigente? ¿Podemos afirmar sin lugar a dudas que la medicina moderna es siempre una mejor estrategia que los métodos de curación tradicionales? En todos estos casos la respuesta es negativa. Ahora bien, si tomando como base esa falta de certeza nos plantamos de un salto en la convicción de que lo mejor es no preocuparse del calentamiento global, de que en realidad no existe una evolución, de que el mundo fue creado hace seis mil años, o de que los remedios tradicionales han de ser invariablemente más eficaces que los métodos de la medicina moderna, entonces estaremos comportándonos simplemente de un modo estúpido. Con todo, son muchas las personas que establecen esas inferencias, dado que la ausencia de certidumbre se percibe como un signo de debilidad en lugar de considerarse como lo que es: la fuente primera y más importante de nuestro conocimiento.

Todo saber, incluso el más sólidamente fundamentado, deja un margen a la incertidumbre. (Estoy plenamente seguro de mi nombre... pero ¿cómo descartar la posibilidad de que en realidad acabe de recibir un golpe en la cabeza y me sienta momentáneamente confuso?) El propio conocimiento se revela de naturaleza probabilística —idea que vienen a resaltar algunas de las corrientes del pragmatismo filosófico—. Si lográsemos una mejor comprensión del significado de la noción de «probabilidad» —y, sobre todo, si entendiéramos más adecuadamente que no tenemos necesidad de hechos «científicamente probados» (y que jamás los hemos poseído), sino que nos basta con disponer de lo que disponemos, esto es, de un grado de probabilidad lo suficientemente elevado como para permitirnos el lujo de tomar decisiones— conseguiríamos mejorar el instrumental conceptual de la gente en general.

EL PEÓN: ¿Y tú a qué vienes? ¿Qué quieres de nosotros? No eres de los nuestros... ¡Largo de aquí! EL SEÑORITO: Soy de los vuestros, ¡hermanos! EL PEÓN: ¿De los nuestros? ¡Anda ya! ¡Vaya ocurrencia! Mira mis manos, fíjate que sucias están, ¿lo ves? Huelen a estiércol y a pez, y tú tienes las manos bien blancas ¡a saber a qué huelen! EL SEÑORITO, tendiéndole las manos: Huélelas. EL PEÓN, tras oler las manos: ¡Qué extraño! Parece como si olieran a hierro. EL SEÑORITO: Así es, huelen a hierro. Durante seis años he llevado grilletes. EL PEÓN: ¿Y eso por qué? EL SEÑORITO: Pues porque me preocupa vuestro bienestar y quería liberaros a vosotros, gente oscura e ignorante, me rebelé contra vuestros opresores, me amotiné... Y por eso me encerraron. EL PEÓN: ¿Te encerraron? ¡Buena gana de armar bronca! (Dos años más tarde.) EL MISMO PEÓN, a otro: Oye tu Petrá ¿te acuerdas de aquel señorito que estuvo hablando contigo hace un par de veranos? EL OTRO PEÓN: Sí... ¿y qué? EL PRIMER PEÓN: Pues na, que dicen que hoy lo van a ahorcar, que ha salido ya la orden. EL SEGUNDO PEÓN: Seguía armando bronca, ¿o qué? EL PRIMER PEÓN: Pues, por lo visto. EL SEGUNDO PEÓN: ¿Sabes lo que te digo, Mitriai? A ver si nos agenciamos un pedazo de soga de la horca. Dicen que da mucha suerte. EL PRIMER PEÓN: Pues tienes razón. Habrá que intentarlo, vaya.

El peón y el señorito Turguéniev, 1878

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